Oliverio Twist/V
Un vivísimo sentimiento de terror y espanto invadió el ánimo de Oliverio, como hubiera acaecido á muchos otros aun de bastante más edad que él, al quedarse solo en la tienda con el quinqué á media luz colocado sobre un banco de carpintero que había en un lado.
Una caja no terminada, galoneada de negro y que se hallaba en medio de la tienda, atraía sus miradas produciéndole pavorosa sensación, que se manifestaba por repetidos escalofríos: esperaba á cada instante ver surgir de ella algún ser fabuloso y horrible que con su presencia acabara de enloquecerle de terror. A los lados muchos ataúdes de diferentes formas y tamaños estaban apilados junto á las paredes.
La tienda estaba cerrada y caliente; la atmósfera, saturada del olor peculiar de las cajas de muerto: le pareció que se hallaba en el interior de una tumba.
No era el miedo el único sentimiento que embargó á Oliverio al hallarse solo, en casa extraña y en tan tétrico lugar: acababa de ser trasladado de un sitio que había llegado á serle familiar, y los rostros de sus apreciados camaradas y los de las personas no queridas, pero bien recordadas, le perseguían haciéndole sentir en el corazón el peso de la ausencia. Así, entre la tristeza y el terror, Oliverio llegó á desear que su fementido lecho fuera su ataúd, y reposar tranquilo y en paz de una vez para siempre en el cementerio de la Parroquia, con los altos tallos de hierba balanceándose gentilmente sobre su cabeza, y las viejas y graves campanas arrullando su eterno sueño.
Oliverio fué despertado á la mañana siguiente por una fuerte patada que dieron en la puerta de la tienda. Antes de que tuviera tiempo para ponerse sus vestidos, el de afuera repitió el llamamiento dando unas veinticinco coces seguidas á la puerta. Cuando principió á quitar la cadena, las piernas del impaciente descansaron y su lengua se desató.
—¡Abre la puerta! ¿La abrirás al fin?—dijo la voz perteneciente al hombre cuyas piernas habían acoceado la puerta.
—¡Voy en seguida, señor!—dijo Oliverio quitando la cadena y dando vuelta á la llave.
—¿Eres tú el nuevo aprendiz?—preguntó la voz.
—Sí, señor—contestó Oliverio desde dentro.
—¿Cuántos años tienes?
—Diez, señor.
—¡Bueno; pues recibirás diez pescozones en cuanto estés á mi alcance, para enseñarte á moverte y á trabajar!
Tantas veces había sido sujeto á aquel tratamiento Oliverio, que la simple referencia bastó para recordarle el sabor de los golpes, asaltándole únicamente la pequeña duda de si los prometidos por el desconocido serían más recios, á juzgar por la voz. Tiró hacia dentro con temblorosa mano y abrió la puerta.
Durante un largo rato miró arriba y abajo de la calle, á todas partes, buscando al propietario de aquella voz amenazadora; pero no había nadie más que un muchacho inclusero, alto, sentado en un poste enfrente de la casa y comiendo pan con manteca. Mordía un bocado, cortábalo con la navaja á raíz de la boca, y comía con gran ligereza.
—Dispense usted—dijo Oliverio, viendo que no aparecía ninguna otra persona—. ¿Fué usted el que llamó con el pie?
—Sí—contestó el inclusero.
—¿Quiere usted alguna caja de muerto?—preguntó Oliverio inocentemente.
El inclusero le miró con orgullo, y le contestó que Oliverio tendría su ataúd antes de mucho si se permitía gastar bromas con sus superiores.
—¿Tú no sabes quién soy yo, huérfano?
Y mientras hablaba bajé del poste con magnífica dignidad.
—No, señor—repuso el chico.
—Yo soy el señor Noé Claypole—dijo el inclusero—, y tú estás bajo mis órdenes. ¡Quita los postigos, rufián!
Hablando así el señor Noé Claypole administró un puntapié á Oliverio y entró en la tienda con edificante gravedad que, á su entender, le daba gran respetabilidad.
El inclusero era alto, cabezudo, de pequeños ojos que miraban con viveza juvenil, y de corpulenta armazón, añadiendo á estos personales atractivos un cutis amarillo y una nariz rojiza.
Al quitar los postigos Oliverio rompió un vidrio: no podía manejar bien aquellos pesados tableros. Se dirigió muy afligido al sitio que debía ocupar en la tienda durante el día, según la orden de Noé. Éste le consoló dándole la seguridad de que «ya estaba roto». Poco después llegó el señor Sowerberry, y no tardó mucho más en llegar la señora. Oliverio siguió al joven Noé á la cocina para almorzar.—Ponte cerca del fuego, Noé—dijo Carlota—. Te he guardado un pedazo de tocino del almuerzo del amo. Oliverio, cierra esa puerta á espaldas del señor Noé, Y coge esos pedazos de pan y esa taza de té: es tu desayuno. Y apresúrate para volver á la tienda. ¿Has oído?
—¿Has oído, expósito?—repitió Noé Claypole.
—¡Señor!
—Pero, Noé—exclamó Carlota—, ¿por qué no dejas en paz al muchacho? ¡Qué criatura más extraña eres!
—¡Dejar, dejar!—repuso Noé—. ¡Más dejado que está! Ni su padre ni su madre se meterán nunca con él. Todos sus parientes le han dejado en paz y á su suerte. ¿Eh,Carlota? ¡Ja, ja, ja!...
—¡Oh; qué original es usted!
Y ambos unieron sus carcajadas burlándose del pobre Oliverio Twist, que sentado en un cajón en la parte más fría del cuarto engullía las lonjas de pan duro empapadas en el té que le habían dado para desayuno.
Noé era un inclusero, pero no un expósito. Su mala suerte había querido que naciese de padres que, aunque vivían, lo hacían con tal miseria, que tuvieron que darle á criar á la casa de expósitos. Su madre era ayudanta de lavandera; su padre, soldado con una pierna de palo, por lo cual gozaba de una pensión diaria de un real para él solo. Era un borrachón; y por eso, y por haber sido criado en la casa asilo de expósitos, los muchachos de la vecindad y los de toda la Parroquia le saludaban á gritos en la calle con los epítetos de «pellejo» y de «inclusero»; epítetos que no hay que decir si le lastimaban, pero que dejaba sin respuesta. Así que entonces que la fortuna le deparaba un huérfano sin apellidos y á quien por su ruindad podría cubrir de oprobio, quería torturar á su víctima. Esto muestra lo que es capaz de hacer esa hermosa criatura que se llama ser racional.
Oliverio llevaba ya en la tienda tres semanas ó un mes. Una noche, mientras cenaban en la trastienda, después de haber cerrado el establecimiento los señores Sowerberry, el marido, lanzando á su esposa buen número de expresivas miradas, murmuró:
—¡Querida mía!...
Una mirada altanera de ella le detuvo en seco.
—¿Qué?—preguntó ásperamente.
—¡Nada, querida, nada!
—¡Uf! ¡Qué bruto!
—¡No del todo, querida mía!—dijo él humildemente—. Pensé que no querías escucharme. Quería decirte solamente...
—¡Oh! ¡No me digas lo que ibas á decirme! ¡Yo no soy nadie! ¡No me consultes, te lo ruego; no necesito mezclarme en tus secretos!
Y al decir esto lanzó una carcajada histérica que alarmó al esposo.
—Pero, querida, yo quería pedirte consejo.
—¡No, no; no pidas el mío: pide el del primero que pase por la calle!
Y soltó otra risa histérica, que asustó muchísimo al señor Sowerberry.
Es muy común en los matrimonios verse reducido el marido á suplicar que le otorguen como favor lo que la esposa arde en deseos de conceder. Al cabo, después de un altercado que duró escasamente tres cuartos de hora, la señora dió á su esposo la venia para contarle lo que tenía grandísima curiosidad por saber.
—Es una cosa que se me ha ocurrido á propósito de ese muchacho, de Twist. Tiene buen aspecto ese chico, querida.42 BIBLIOTECA CALLEJA -j Podía no tenerlo! j Así come él !-replicó la dama. -Esa expresión de melancolía que hay en su rostro es muy interesante. i Haría un delicioso mudo! La señora Sowerberry le miró con expresión de considerable sorpresa; el señor Sowerberry pareció satisfecho, y antes de darle tiempo para hacer nin- guna observación, prosiguió: -No quiero decir un mudo para las personas mayores, sino solamente para uso de los niños . Se- ría muy atractivo tener un mudo en proporción con la edad del difunto, amor mío. Sería de un efecto soberbio; no lo dudes. La señora Sowerberry, que tenía gran amor al negocio funerario, estaba muy entusiasmada con la novedad de la idea; pero como hubiera creído com- prometida su dignidad d e declararlo aSÍ, se limitó á preguntar mordazmente si h acía mucho tiempo que se le había ocurrido. El señor Sowerberry in- terpretó la pregunta como una aquiescencia á su proyecto, y quedó convenido que Oliverio sería in- mediatamente iniciado en los secretos de la profe- sión, y á este efecto acompañaría á su amo en la p~i~era ocasión en que fueran requeridos sus ser- VICIOS. No tardó mucho en presentarse. Media hora des- pués de haberse desayunado á la mañana siguiente el señor Bumble entró en la tienda, y dejando su bastón sobre el mostrador, sacó de una carpeta de cuero unos papeles, que entregó al señor Sower- berry. -j Ah !-dijo el agente funerario echando una rápida ojeada á los documento&-. t Una; orden para un ataúd 1 -Para un ataúd primero, y.. para un entierro y funeral después-dijo el señor Bumble, Página:Oliverio Twist.djvu/40 Página:Oliverio Twist.djvu/41 Página:Oliverio Twist.djvu/42 Página:Oliverio Twist.djvu/43 Página:Oliverio Twist.djvu/44 Página:Oliverio Twist.djvu/45 Página:Oliverio Twist.djvu/46 Página:Oliverio Twist.djvu/47 Página:Oliverio Twist.djvu/48