Oro y ébano/La hurí del pescador
La hurí del pescador
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Todos al verla pasar
cabizbaja, sola y muda,
camino del ancho mar,
murmuraban: es "la viuda"
que va a la playa a llorar.
"La viuda", así la llamaba
el tumulto pescador
que la servía y la mimaba
y que siempre la alentaba
con un "¡ten fe, ten valor!"
Más ella se fue agostando
lentamente como una
corola de invernadero:
ya sólo de cuando en cuando,
pálida como la luna,
iba al desembarcadero.
Iba a mirar compungida
la melancólica danza
del piélago mugidor;
a dar aliento a su vida,
dando vida a su esperanza
y esperanza a su dolor.
Iba a mirar de hito en hito,
de los otros pescadores
las otras barcas pasar;
imploraba al infinito
con dulcísimos clamores,
y se sentaba a llorar...
Más de tres años hacia
que su novio, un pescador,
modelo de bizarría,
un día otoñal se había
ido a empezar su labor;
y a la rada no volvía...
¡no volvía el pescador!
Cuando entre la mar y el cielo
alguna vela lejana
iba desflecando el velo
brumoso de la mañana,
trémula, absorta y ufana,
sacudía su pañuelo...
Y al desataviarse el día
era de ver su reproche
cuando aquella vela huía
lentamente y se perdía
como una garza... en la noche!
Como la crónica cuenta
que no sopla el vendaval
ni el carro de la tormenta
en relámpagos revienta
nunca en aquel litoral,
dijeron que una sirena
al pescador aquél quiso
hacer suyo en la mar plena,
en aquel día otoñal,
y lo arrastro de improviso
a su tálamo de arena,
de conchas y de coral.
Que aún estaba allí, vivo
pero muriendo de pena,
constante a su amor, y esquivo
al amor de la sirena
que lo guardaba cautivo.
Que aunque la bella raptora
era la más seductora
ninfa de aquella región,
sin dar colmo a sus anhelos,
se retorcía de celos
junto al rebelde garzón;
que ricas sartas de perlas
en azafates de oro
le brindaba con afán,
y que ni siquiera verlas
–fiel a su innato decoro–
nunca pretendió el galán;
que de un raro caracol,
repulido y tornasol,
sacaba una melodía
como destilada miel,
con cuyas notas quería
robarle el alma al doncel;
que con su canto divino
bajo el gran cristal marino
lo arrullaba sin cesar,
en medio de las legiones
innúmeras de tritones
que iban el canto a escuchar.
Pero que todo era en vano
porque el mancebo cruel
lloraba y no se rendía:
¡buen testigo el océano
que ávidamente sorbía
las lágrimas del doncel!
Es lo cierto que "la viuda"
una vez pálida y muda,
fuese a la playa a llorar:
y no volvió... ¡nadie duda
de que se arrojó a la mar!
Pues aseguraron que vio
bajo el undoso cristal
a su gentil compañero
en los brazos prisionero
de su atrevida rival...
¡que al piélago se lanzó
y en la garganta le hundió
a la sirena un puñal!
Que la sangre coralina
de la expirante raptora
como un sonrosado tul
corrió en la entraña marina
como si hubiese la aurora
nacido entre el agua azul!
Y que a la tarde, en la arena
de aquella playa desnuda
vieron, con mudo estupor,
junto a la muerta sirena,
viva y triunfante a "la viuda";
sano y libre al pescador!
Y agregaron cuantos la vieron
–como final maravilla–
que de la noche al favor
los dos amantes huyeron
a esconder en otra orilla
el tesoro de su amor.