Oros son triunfos: 18

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Se acerca, lector, el momento de pedirte perdón por «mis muchas faltas»; lo cual es tanto como decirte que se acaba la comedia.

Y es la pura verdad.

Pero barrunto que, si has tenido la bondad de seguir la narración hasta este último capítulo, me vas a preguntar:

-¿Y Enriqueta? ¿Qué fue de ella? ¿Se curó de sus aprensiones? ¿Se las agravó la conducta de su marido? ¿Fue feliz con éste? ¿Fue desgraciada? ¿Murió en su lecho don Romualdo? ¿Se le llegó a conocer al cabo? ¿Volvieron de su viaje? ¿Se establecieron en tierra extranjera? ¿Y don Serapio? ¿Y doña Sabina? ¿Y César?

Siento declarártelo, lector benévolo; pero todas esas preguntas están fuera del alcance de mis intenciones al trazar el presente Boceto. Las respuestas que necesitan la mayor parte de ellas, tienen más intríngulis que el que tú te figuras, y pide su desarrollo gran espacio.

Algún día quizá hablaremos del asunto; y si no, tan amigos como siempre.

Entretanto, sólo tengo que decirte (y eso porque no me digas tú que el cuento carece de moraleja) que allí donde al afán del lucro se subordina todo, se cae con frecuencia en abismos como don Romualdo; que con maridos como el de Enriqueta, los matrimonios son expiaciones... si Dios no quiere hacer un milagro; y, por último, que los milagros escasean mucho, siglos ha.

Verdad es que los sucesos referidos tuvieron lugar, como al comienzo dije, allá... en los tiempos de Mari-Castaña; y esto siempre es un consuelo, aunque la fría experiencia nos demuestre que todavía, como entonces, y aquí como allí y en todas partes, en todos los juegos matrimoniales, antes que las virtudes y el saber, oros son triunfos.