Oros son triunfos: 3

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No sé si don Serapio había leído tanto como su mujer en los corazones de su hija y de su sobrino; pero lo cierto es que si no lo había leído, deseaba leerlo. Acaso en el mismo instante en que éstos se descubrían los misterios más ocultos de sus almas, acariciaba el atribulado comerciante, paseándose maquinalmente a lo largo de su gabinete, planes que podían llegar a ser el mejor complemento real y positivo de aquellas candorosas ilusiones.

Veía que sus fuerzas físicas iban debilitándose a medida que se agravaban sus padecimientos morales, y la suerte seguía mostrándosele esquiva. Entre tanto carecía de resolución para establecer radicales economías en su familia, y no creía fácil ni conveniente, por razón de crédito, apelar a medios extremos para sacar sus negocios de las apreturas en que habían caído mucho tiempo hacía, ni se le ocultaba que aquella situación tenía que resolverse más tarde o más temprano en el sentido a que venía inclinándose. El trabajo constante quebrantaba de hora en hora su naturaleza física, y el reposo le era indispensable; pero ¡en qué ocasión! y si la extrema necesidad le obligaba a retirarse, ¿en quién depositaría aquella carga pesada? El viejo tenedor de libros, tan diestro en hacer números y renglones casi de molde, carecía de toda iniciativa para conducir por sí solo los negocios más claros y corrientes, cuanto más para llevar a seguro puerto aquéllos que venían entregados, en frágil y desmantelada nave, a tantos y tan encontrados huracanes. Los otros dos dependientes ya hemos visto que eran meros instrumentos mecánicos de escribir y de copiar. César era el único entre todos que, por su precoz inteligencia, por su asiduidad y por su adhesión decidida a todo lo que era de la casa, podía encargarse de la dirección de ésta; pero más adelante, porque era todavía demasiado joven. Y así conducido por una muy lógica asociación de ideas, llegó a pensar en el porvenir de su casa, dado que lograra sacarla del conflicto en que se hallaba, y en el de Enriqueta, tan problemático a la sazón. ¿Quién velaría por ella faltándole su padre, sobre todo si tras esta falta aparecía la de aquellos caudales que eran el blasón de la plaza, la honra de los comerciantes, el atractivo de los hombres y el alma toda de aquella sociedad metalizada, sin entrañas para los pobres y sin inteligencia para otra cosa que las empresas de lucro? Y entonces volvía a pensar en César; en César, educado a su mano, hecho a la manera de su carácter; César honrado, modesto, laborioso, inteligente y bueno... ¡Si Dios quisiera infundir en el corazón de su hija el sentimiento de una atractiva simpatía! ¡Si no se fuera extinguiendo con el tiempo la que en los dos niños había observado él! ¡Si, lejos de eso, llegara a trocarse en afecto más profundo y duradero!... Dos o tres años más, y tanto el uno como el otro podrían unirse en santo y perdurable vínculo. Entre tanto, bueno sería ir estudiando aquellos juveniles corazones y tratar de aproximarlos entre sí más y más, en vez de separar, como parecía proponerse la implacable aversión de su mujer, al desvalido huérfano. Era, pues, indispensable trabajar sobre este plan cuya realización le convenía por tantos conceptos. En consecuencia, se propuso hablar seriamente a aquélla, con el fin, no sólo de que cesara en sus rigores con su sobrino, sino de que le fuera halagando con cariño.

Por su parte, doña Sabina, que desde el principio venía dándole a todos los diablos con «los atrevimientos del pobrete que podía haberse permitido ciertas ilusiones», al ver confirmadas sus sospechas en la ocasión citada un poco más atrás, se propuso desahogar su indignación con su marido, en la fundada esperanza de que, no bien la oyera éste, pondría de patitas en la calle al ingrato descamisado. Su hija, así por razón de jerarquía como por razón de belleza, estaba llamada a cumplir grandes destinos (léase arrastrar grandes trenes), y no era tolerable, ni siquiera decente, exponerla de aquel modo a las asechanzas en que trataban de envolverla las insensatas ambiciones de un advenedizo desarrapado.

Y bajo esta impresión doña Sabina, y bajo la que también conocemos don Serapio, viéronse los dos aquella misma noche en el gabinete de la primera y entablaron el diálogo siguiente:

-Tengo que hablarte, Sabina.

-Digo lo mismo, Serapio.

-De estos chicos.

-De los mismos.

-¡Extraña casualidad, mujer! -exclamó el marido que, por un momento, llegó a sospechar si, por uno de esos fenómenos inexplicables, estaría de acuerdo con su señora una sola vez siquiera.

-Ocúrreme lo propio, marido, -repuso doña Sabina siguiéndole el humor.

-Tengo un plan acerca de ellos.

-Y yo otro.

-¡Si será el mismo, Sabina!

-Lo dudo, Serapio. Pero, en fin, sepa yo el tuyo.

-Vas a saberle. Por razones que no son ahora del caso, tengo que ir pensando en buscar una persona que se encargue de mis negocios cuando yo no pueda con ellos.

-Es natural.

-Me alegro que lo conozcas. Pues bien; he discurrido largo tiempo y he buscado en todos los rincones de mi memoria...

-Y no has encontrado un hombre.

-Sí tal: uno sólo.

-Y ¿quién es?

-¡César!

-El mismo.

-¡Serapio!... ¿Estás dejado de la mano de Dios?

-Creo que estás tú más lejos de ella, Sabina.

-¡César!... ¡Un chiquillo!

-Que sabe hoy más que todos mis dependientes juntos.

-Un mequetrefe.

-Apegado al trabajo como un ganapán.

-Por lo que le vale.

-No le conoces, Sabina. Además, no se trata de entregarle hoy mismo todo el fárrago de los negocios de la casa, sino de prepararle para dentro de dos o tres años.

-¡Bah!... Para entonces ya habrá llovido, y sabe Dios hasta dónde le habrán soplado los vientos.

-Es que trato de atarle bien a la casa para que esos vientos no me le lleven.

-¡Oiga!... Eso parece grave.

-Como que lo es. Figúrate que, por de pronto, trato de ir sondeando poco a poco el corazón de Enriqueta para ver si cabe dentro de él el de su primo.

-¿Y después? -preguntó al oír esto doña Sabina, mirando a su marido, más bien que con los ojos, con dos puntas de puñal.

-Después, hija mía, si los corazones coinciden, dar a sus propietarios nuestra bendición y entregárselos al cura de la parroquia para que los una, como a ti y a mí nos unieron.

-¿Y ese es tu plan, Serapio? -volvió a preguntar doña Sabina luchando por contener la ira que se le escapaba por todos los poros de su cuerpo.

-Ese mismo, -respondió su marido, no poco perturbado ya ante el fulgor de aquella mirada infernal, cuyos resultados conocía bien por una triste experiencia.

-¿Y para qué me le das a conocer?

-Para... para ver qué te parece... Y para...

-¿Para qué más?... ¡Acaba!

-Para... para que me ayudes a realizarle... digo, si te parece bien.

Aquí temblaba ya la voz de don Serapio, y sus ojos no podían resistir las centellas que lanzaban los de su mujer. La verdad es que doña Sabina, al oír las últimas palabras de su marido, estaba espantosa. Permaneció un instante como vacilando entre responder a su marido con algunas frases o con un silletazo; pero al último se decidió por exclamar, en el tono más depresivo y humillante que pudo:

-¡Estúpido!

-Bueno, mujer -replicó don Serapio asombrado de que aquella tempestad se hubiera desahogado con tan poca descarga- Cada uno es como Dios le hizo. Si el plan no te gusta, en paz, y veamos el tuyo.

-No conoces siquiera el terreno que pisas.

-También puede ser eso. Como no me ocupo...

-¿Crees que a la altura en que están las cosas pueden esos chicos permanecer tanto tiempo así?

-Según eso, ¿juzgas preferible acortar el plazo?

-¡Animal!

-¡Echa, hija, echa!

-Un abismo es lo que hay que poner entre ambos, y ponerle inmediatamente.

-¡Hola! ¿Pues qué sucede?

-¿Todavía no lo has conocido?

-Te juro que no.

-¿No has sospechado siquiera que el pelón de tu sobrino se permite ciertas ilusiones sobre su prima?

-¿Y eso qué?...

-¡Y me lo dices con esa calma!

-¿Por qué no? Si ella se las fomentara...

-¿Y si se las fomenta?

-¡Cáscaras!

-Esto no es asegurarlo, ni siquiera creerlo -rectificó doña Sabina arrepentida de haber ido tan lejos en sus declaraciones-.¡Pues no faltaba más sino que nuestra hija descendiera desde la altura del rango que le corresponde, hasta la ignominia de ese miserable!... ¡Para eso la he educado yo! Pero al cabo es una niña todavía, sin experiencia, y ¿quién sabe hasta dónde puede llegar el tesón del otro, llevado del afán de salir de la miseria a expensas de un partido semejante?

-¿Partido, eh? No lo sabes tú bien.

-Sé que es de los más brillantes de la ciudad, si no el primero, y esto me basta.

-Haces bien en conformarte con eso. Pero volviendo al asunto principal: si a Enriqueta no le preocupa su primo, ¿a qué ese abismo entre ambos?

-Por si llega el caso.

-Eso es muy eventual, Sabina; y por una eventualidad tan remota, no voy yo a arrojar a la calle a un huérfano de mi hermana.

-Pues sábete -dijo entonces doña Sabina con visible repugnancia-, aunque la lengua se me atasque al decírtelo, que la una y el otro se... se ¡caramba! se quieren como dos bestias.

-¿Estás segura de ello, Sabina?

-Segurísima... Y ya ves que existiendo esa intimidad tan peligrosa entre ellos, no es decoroso tenerlos habitando bajo el mismo techo.

-Verdad es. Mejor estarían unidos como Dios manda... Quiero decir, separados. Pero ¿cómo?

-¿Cómo? ¿Y me lo preguntas a mí?

-Naturalmente. Al echar a César de casa no has de decir a todo el mundo por qué le echas; y si no lo dices, aun cuando se le vea a mi lado en el escritorio, como ha de vérsele...

-¿Y qué se adelantaría con echarle de casa si se le dejaba volver al escritorio? ¿Tanto dista el uno de la otra?

-¿Pues qué pretendes entonces, Sabina? -preguntó aquí don Serapio vivamente alarmado.

-Arrojarle más lejos.

-¡Abandonarle!... ¡Jamás!

-No he dicho semejante cosa.

-Pues explícate con dos mil demonios, porque tengo el alma que me cabe en el puño.

-Te ahogas en poca agua, Serapio.

-Tengo entrañas, Sabina.

-¿Y no las tenemos los demás?

-Te ruego que concluyas.

-Voy a concluir. ¿No tienes corresponsales... en América?

-¡Sabina!

-¡Serapio!

-¿Adónde vas a parar?

-Déjame concluir. Sobre todo, considera que este caso es caso de honra y de conciencia para todo padre que en algo se estime; que no es, aunque juego de niños, de los que te permiten echarte a dormir hasta que se acaben.

-¿Acabarás tú?

-Es que quiero que te penetres bien de toda la importancia del asunto, y que no le tomes, como acostumbras, por un vano capricho mío.

-Adelante. ¿Qué es lo que, en resumen, pretendes?

-Lo que pretendo es que envíes a César a América.

-Eso es inicuo, Sabina.

-Es necesario, Serapio.

-Me quitas mi brazo derecho; el mayor descanso en el último tercio de mi vida.

-Dios proveerá, como otras veces. Teniendo dinero no faltará quien te sirva.

-¡Teniendo dinero!

-Como lo tienes.

-¡Como lo tengo!... ¡Insensata! ¿Y el porvenir que arrebatas a tu hija?

-¿Qué porvenir?

-César.

-¿De cuándo acá es César un porvenir?

-Desde que es bueno, honrado e inteligente.

-No tiene un cuarto.

-A mi lado podría hacer un caudal.

-Mejor le hará en América; y a fe que para mandarle volver, si es rico, siempre hay tiempo.

-Pero y tu hija, si es cierto que le ama, ¿qué será de ella?

-Mi hija... y la tuya, es una niña todavía, y con el mismo afán con que se entrega a un capricho, se olvidará de él. En todo caso, eso corre de mi cuenta, y yo te aseguro que antes de un año me dará las gracias por haberla separado de semejante peligro.

-¿Luego cuentas ya con esa separación?

-Resueltamente, porque es indispensable.

Don Serapio quiso todavía resistirse; pero con un carácter como el suyo y un enemigo como el que le acosaba, toda lucha era imposible. El asunto podía ser de inmensa transcendencia, y el apocado marido no le veía «bastante claro» para decidirse a hacer, en honor de la justicia, una hombrada que necesariamente había de ser causa de una serie infinita e insoportable de tempestades domésticas. La verdad es que reflexiones como ésta se las hacía él a cada dificultad que le ofrecía el genio diabólico de su mujer; y así se le iba pasando la vida sin hacer la hombrada que tan bien hubiera sentado a su autoridad, y tantos desastres le hubiera evitado hecha a tiempo.

Armóse, pues, de toda la gravedad que juzgó del caso, y atrevióse únicamente a decir a su mujer:

-Puesto que tan necesario lo crees, hágase... Pero entiende que yo lavo mis manos; y echando sobre tu conciencia toda la responsabilidad de tan delicado asunto, a tu cargo dejo también la enojosa tarea de prevenírselo a ellos.

-Enhorabuena -exclamó gozosa y triunfante doña Sabina-: verás cómo no me muerdo la lengua ni me paro en remilgos de colegiala.

Y salió como un cohete, dejando a su marido agobiado bajo el peso de aquella nueva desdicha con que quizás el cielo castigaba su falta de carácter, fuente y origen de todas cuantas le abrumaban y consumían.