romanas, rodando en sus manos una bola de ámbar
gris para darse un fresco dulce y al calentarse un
perfume suave y delicado, dejaba ver, en postura indolente, más que los pies, reía de loque oía y decía
las insanias que se le ocurrían. La Baronesa, que
encontraba en esa casa perenne diversión y costosos regalos, no faltaba á esas visitas, dominando
siempre á Yolande, que nada hacía sin su voluntad;
la que no inspiraba ciertamente la cordura;
Si su madre la hubiese visto en esos momentos y oído lo que se decía, habria retrocedido espantada, como si creyera verse en la antesala del infierno; y su virtud y su entrañable cariño á Yolande, la habrían hecho sucumbir en medio de esos horrores y temiendo cayese fuego del cielo sobre la cabeza de su hija.
Yolande no se conducía mal con ella, si por tal se entiende que la rodeaba de cuidados y de atenciones, la veía dos veces al día, y á menudo almorzaba con ella, refiriéndola el agrado con que se la recibía, el aprecio que merecía á personas cuyos nombres respetables podían sonar muy bien á los oidos de una madre honrada que tanto lisonjeaba saber lo apreciadas que por ellas era su hija. Cuando iba á una gran fiesta, entraba en el aposento de su madre para