rán dulzura y humildad. ¡La preciosa humildad! No se ha estudiado todavía su valor ingente en la literatura, ni los estragos que produce el énfasis y la soberbia indocta. Todos los altos espíritus, mediante ella, se hicieron creadores; y aquellos espléndidos príncipes del arte a quienes reviste una apariencia de orgullo, sólo pudieron llegar a la Belleza por un sometimiento tembloroso, humilde, a su poder eterno. La humildad tiene alas. Nos lo enseña esta serena criatura en el espíritu de sus versos. Son pocos todavía y ya sin embargo lo que en ellos sorprende es la abundancia de esos rasgos que de pronto clarean en la lectura de los escritores. Imaginando una mano que se hiere con las espinas de una rosa, le pide que se las arranque todas, con esta intención infinitamente delicada:
Y así, el que venga luego, mas hermosa
Sin una espina encontrará la rosa.
A una amiga de la infancia, que ahora escribe versos, también, le recuerda los días en que ni una ni otra sospechaban la afición por la Musa. Es un soneto que termina con este gentil arranque:
Aparta tus cenizas, yo apartaré las mías
Y en la barca celeste de suaves armonias,
Bogarán nuestras almas, en el «mar superior».
De otro soneto a la misma, basta citar este verso para comprender todo su encanto y su motivo: