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Acta de Pío XI

No puede decirse que tales éxtasis de mente y corazón fuesen inusuales en su vida. Así Ya que en cada instante del tiempo libre de los deberes y labores cotidianos, meditaba en las Sagradas Escrituras, tan conocidas por él, para captar el deleite y la luz de la verdad; con pensamiento y cariño se elevó en sublime vuelo desde las obras de Dios y de los misterios de su infinito amor hacia nosotros, paso a paso, hasta las perfecciones divinas y casi se sumergió en ellas, en cuanto le era dado por la abundancia de gracia sobrenatural. «Y a menudo vuelvo a hacer esto –parece comunicarnos como un misterio- esto me deleita y, cuando puedo relajarme de las ocupaciones necesarias, me refugio en este deleite. Tampoco en todas las cosas que recorro consultándote encuentro un lugar seguro para mi alma si no en ti, donde se juntan mis cosas dispersas y nada de mí se aparta de ti. Y a veces me haces entrar en un cariño muy insólito, dentro de un no sé qué de dulzura, que si llegara a su punto máximo en mí, no sé qué sería, pero seguro que no sería ya esta vida»[1][69]. Por eso exclamó: «¡Tarde te amé, o belleza tan antigua y tan nueva!, tarde te amé»[2]. Con qué cariño contemplaba la vida de Cristo, cuya semejanza cada día más perfecta trataba de imprimir en sí mismo, compensando el amor con amor, no de otra forma que él mismo inculcaba a las vírgenes con su consejo: «A vosotras se une con todo su corazón, quien por vosotras está clavado en la cruz!»[3]. Ciertamente ardía con este este amor de Dios, cada día más vivo, progresó increíblemente en todas las demás virtudes. Tampoco podemos dejar de admirar cómo un hombre así -que por su extraordinaria excelencia de ingenio y santidad fue venerado, exaltado, consultado y escuchado por todos-, sin embargo, en sus escritos destinados al público y en sus cartas, intentaba sobre todo que la alabanza que se le atribuía fuera para el autor de todo bien, es decir, aquel a quien solamente se le debía, y que animase a los demás y, salvando la verdad, los elogiaba. Además, empleaba el máximo respeto hacia sus colegas en el episcopado, especialmente hacia los más insignes que le habían precedido,

  1. San Agustín, Confesiones, lib. X, c. 40, n. 65.
  2. San Agustñin, Confesiones, lib. X, c. 27, n. 38.
  3. San Agustín, De sancta virginitate, c. 55, n. 56.