la luz, la noche, el aire para respirar, el agua para beber y todo lo que se necesita para alimentar, vestir, curar y embellecer el cuerpo, con la justísima condición de que si el hombre hace un uso correcto de tales bienes proporcionados para la paz de los mortales, los recibirá mayores y mejores, es decir, la misma paz de inmortalidad y la debida gloria, y honor en la vida eterna para disfrutar de Dios y del prójimo en Dios; en cambio, quien abusa de ellos no obtendrá estos bienes y al mismo tiempo perderá los otros»[1].
Pero hablando del supremo fin concedido a los hombres, san Agustín se apresura a agregar que el esfuerzo de quienes quieran lograrlo será en vano, si no se someten a la Iglesia católica y no le dan humilde obediencia, ya que la Iglesia solo está divinamente instituida para conferir luz y fuerza a las almas, porque quien carece de esa luz y fuerza necesariamente se desvía del camino correcto y corre fácilmente hacia la ruina eterna. En efecto, Dios, por su bondad, no quiso que los hombres se quedaran como titubeantes y ciegos para buscarlo: «buscad a Dios si alguna vez lo encuentran a tientas»[2]; pero, habiendo despejado las tinieblas de la ignorancia, se dio a conocer a través de la revelación y llamó a los errantes al deber de arrepentirse: y «sobre los tiempos de tal ignorancia, habiendo cerrado Dios sus ojos, ahora ordena a los hombres que todos en todo lugar hagan penitencia»[3]. Así, habiendo guiado a los sagrados escritores con su inspiración, confió las Sagradas Escrituras a la Iglesia, para que las guarde y las interprete con autenticidad, mientras la Iglesia misma mostraba y confirmaba desde el principio el origen divino, con los milagros obrados por Cristo, su fundador: «Sanó a los que languidecían, limpió a los leprosos, devolvió el andar a los cojos, la vista a los ciegos y el oído a los sordos. Los hombres de aquel tiempo vieron el agua convertida en vino, cinco mil personas satisfechas con cinco panes, los mares pasados a pie, los muertos que resucitaron a la vida. Algunas de estas maravillas proporcionaron un beneficio más evidente al cuerpo, otras un prodigio más oculto al alma y todas el testimonio a los hombres de la majestad divina. Entonces, la autoridad de Dios atrajo hacia sí las almas errantes de los mortales»[4].
- ↑ San Agustín, La ciudad de Dios, lib. XIX, c. 13, n. 2.
- ↑ Hch XVII, 27.
- ↑ Hch XVII, 30.
- ↑ San Agustín, De Utilitate credendi ad Honoratum, c. 16, n. 34.