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Las masas meteóricas empiezan á brillar ó á inflamarse en alturas donde reina ya un vacío casi absoluto. A la verdad, las recientes investigaciones de Biot, acerca del importante fenómeno de los crepúsculos (63), rebajan considerablemente la línea que ordinariamente se designa con el atrevido nombre de límite de nuestra atmósfera; por otra parte, los fenómenos luminosos pueden producirse independientemente de la presencia del gas oxígeno, y Poisson se inclinaba á creer que los aerolitos se inflaman mas allá de las últimas capas de nuestra envuelta gaseosa. Pero, sin embargo, ni esta parte de la ciencia, ni la que se ocupa de los otros cuerpos mayores de que se compone el sistema solar, ofrecen base sólida á nuestros razonamientos é investigaciones, sino allí donde pueden aplicarse el cálculo y las medidas geométricas.

Ya en 1686 consideraba Halley como un fenómeno cósmico el gran metéoro que apareció en aquella época, cuyo movimiento se efectuaba en sentido inverso del de la Tierra (64). Pero á Chladni pertenece la gloria de haber reconocido el primero, en toda generalidad, la naturaleza del movimiento de los bólides y sus relaciones con las piedras que al parecer caen de la atmósfera (65). Los trabajos de Dionisio Olmsted en Newhaven (Massachusets), confirmaron mas tarde de una manera brillante la hipótesis que dá á estos fenómenos un origen cósmico. Cuando aparecieron las estrellas errantes en la noche del 12 al 13 de noviembre de 1833, época que llegó á ser luego tan célebre, Olmsted demostró, que segun el testimonio de todos los observadores, tanto los bólides, como las estrellas errantes partian al parecer, en direcciones divergentes, de un solo y mismo punto de la bóveda celeste, situado cerca de la estrella λ de la constelacion de Leo; punto constantemente comun de divergencia de los metéoros, aunque el azimut y la altura aparente de la estrella hubiesen