analogía hace supérflua la hipótesis de los vapores metálicos suspensos en la atmósfera, de la cual han querido algunos célebres físicos hacer el substratum de la aurora boreal.
Al dar á tan magníficas apariciones el nombre de auroras boreales, ó el mas inexacto aun de luces polares, se ha querido solamente designar la direccion por donde empiezan á producirse las mas veces. La gran importancia de este fenómeno consiste en que la Tierra está dotada de la cualidad de emitir una luz propia, distinta de la que recibe del Sol. La intensidad de la luz terrestre, ó propiamente hablando, la claridad que en todo su esplendor puede esparcir esta luz sobre la superficie de la Tierra, es algo mas viva que la del primer cuarto de Luna, y tan fuerte á veces (7 de Enero de 1831), que sin gran trabajo ha sido posible leer caracteres impresos. Esta luz de la Tierra, cuya emision no se interrumpe casi nunca hácia los polos, nos recuerda el resplandor fosforescente que se observa por lo comun en la parte de Venus no iluminada por el Sol; y no será estraño que otros planetas (Júpiter), la Luna y aun los cometas posean tambien una luz nacida de su propia sustancia, independiente de la que el Sol les envia, y cuyo orígen comprueba el polariscopo. Aun prescindiendo de la apariencia problemática, pero muy comun, de las nubes poco elevadas, cuya superficie toda brilla durante algunos minutos con trémulo resplandor, hay en nuestra atmósfera otros ejemplos que citar de esta produccion de luz terrestre, cuales son las famosas nieblas secas de 1783 y 1831, que emitian una luz muy sensible durante la noche; aquellas grandes nubes, observadas con tanta frecuencia por Rocier y por Beccaria, que brillaban con luz apacible; y por último (observacion ingeniosa de Arago), la luz difusa que guia nuestros pasos en las noches de otoño ó primavera, cuando las nubes interceptan toda luz celeste