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propia de Aristóteles, en cambio Ciceron nos ha conservado un fragmento auténtico traducido literalmente de un escrito' perdido de aquel filósofo (20): «St se conocieran séres que hubiesen vivido siempre en medio de las profundidades de la tierra, en habitaciones adornadas de cuadros, estátuas y de todo lo demás que poseen abundantemente los dichosos del mundo; si tales séres hubieran oido hablar vagamente de la existencia de omnipotentes Dioses, y entreabriéndose la tierra pudiesen elevarse del fondo de sus moradas subterráneas hasta los lugares en que nosotros habitamos, al ver la tierra, el mar y la hóveda celeste, al reconocer la estension de las nubes y la fuerza de los vientos, al admirar la belleza del sol, su magnitud y sus torrentes de luz, y al contemplar, en fin, luegro que llegase la noche con su manto de tinieblas, el estrelado cielo, las variaciones de la luna, la salida y la puesta de los astros, que desde toda la eternidad realizan su inmutable carrera, sin duda alguna exclamarian: «Sí; Dioses hay, y, estas grandes cosas son obra suya!» Háse dicho, con razon, que en estas palabras se adivina el genio entusiasta de Platon, y que bastarian por sí solás á confirmar el juicio de Ciceron acerca de «los raudales de oro del lenguaje aristotélico (21).» Argumento semejante en favor de la existencia de los poderes celestes, sacado de la belleza y grandeza infinita de las obras de la Creacion, es un hecho mu y raro entre los antiguos.

Esta emocion que sentian los Griegos en el fondo del corazon antelas bellezas naturales, por mas que no tratasen de espresar; a bajo una forma literaria, se encuentra aun mas raramente entre los Romanos. Parece que debia esperarse otra cosa de una nacion que fiel 4 las antiguas tradiciones de los Sículos se dedicó principalmente á la agricultura y á la vida del campo. Pero al lado de esta actividad de los Romanos dábase en ellos una gravedad austera, sóbria