¡Never more! le murmura á mi anhelo,
«¡nunca más!...» tu tic-tac.
Si el dolor, ¡oh reloj!, no muriera,
cual no muere cuanto es material,
más valiera arrancarse el espíritu
y aventado por siempre jamás.
¿Por qué, eterno precito, ir oyendo
tu insomne tic tac?
La energía que agota sus bríos,
la fe ardiente que es luego impiedad,
el deleite que acaba en dolencia,
la ambición que en envidia irá á dar.
¡Ay!, de todo se ríe sarcástico
tu impío tic-tac.
Flor de almendro, deshójala el viento;
cisne amante, ¿no muere al cantar?
Áurea nube, deshácese en llanto;
astro errátil, se apaga, y ¿do va?
Nada... nada, reloj, morir siente
tu sordo tic tac.
Soñé anoche que libre un instante
de tu influjo siniestro y sin par,
pude alzarme y correr á mi arbitrio,
¡libre, libre!, ¡en total libertad!
Pero ¡oh vil corazón!, tenía éste
tu airado tic tac.
¿Llevo el sello del réprobo, acaso,
en quien todo se ensaña tenaz,
y es mi loca y rebelde esperanza
la de Aser el Rabbí, conde Adam?
Me tortura, ¡oh reloj!, con mis ansias
tu aleve tic tac.
Pero... ¡y qué! Ya en excelsa elegía,
Heine, el bardo entre Ariel y Satán,
al golpear del ataúd de su pecho:
¡Carpintero, exclamaba, acabad!
¡Oh reloj!, ¡sólo tú no terminas
tu airado, tu horrible,
tu eterno tic tac!...
La Paz (Bolivia), 1901.