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cas replica el primero que había hablado.—Es necesario que no salgamos todos á la vez. Somos seis; saldremos primeramente tres, tomaremos la acera de enfrente; un inomento después saldrán los tres restantes, seguirán esta acera, y nuestro punto de reunión será la calle de Balcarce, donde cruza con la que llevamos.

—Bien pensado.

See, y yo saldré delante con Merlo y con el señor—dijo el joven de la espada á la cintura, señalando al que acababa de hacer la indicación. Y diciendo esto, tiró del pasador de la puerta, la abrió, se embozó en su capa, y atravesando á la acera opuesta con los personajes que había determinado, enfiló la calle de Belgrano en dirección al río.

Los tres hombres que quedaban salieron dos minutos después, y luego de haber cerrado la puerta, tomaron la misma dirección que aquéllos, por la acera prefijada.

— Después de caminar en silencio algunas cuadras, el compañero del joven que conocemos por la distinción de una espada á la cintura, dijo á éste, mientras aquel otro á quien habían llamado Merlo, marchaba delante embozado en su poncho:

—¡Es triste cosa, amigo mío! Esta es la última vez, quizá, que caminamos por las calles de nuestro país. Emigramos de él para incorporarnos á un ejército que habrá de batirse mucho, y Dios sabe qué será de nosotros en la guerra.

—Demasiado conozco esa verdad, pero es necesario dar el paso que damos... Sin embargo—continuó el joven, después de algunos segundos de silencio; hay alguien en este mundo de Dios que cree lo contrario que nosotros.

—¿Cómo, lo contrario?