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ni fuerza para parar. La impresión del golpe le inspira un último esfuerzo para incorporarse; pero á ese tiempo, la mano del otro asesino lo toma de los cabellos, da con su cabeza en tierra, é hinca sobre su pecho una rodilla.

¡Ya estás, unitario, ya estás agarrado l—le dice, y volviéndose al otro, que se había abrazado de los pies de Eduardo, le pide su cuchillo para dogollarlo. Aquél se lo pasa al momento, Eduardo hace esfuerzos todavía por desasirse de las manos que lo oprimen, pero esos esfuerzos no sirven sino para hacerle perder por sus heridas la poca sangre que le quedaba en sus venas.

Un relámpago de risa feroz, infernal, ilumina la fisonomía del handido cuando empuña el cuchillo que le da su compañero. Sus ojos se dilatan, sus uarices se expanden, su boca se entreabre, y tirando con su mano izquierda los cabellos de Eduardo, casi exánime, y colocando bien perpendicular su frente con el cielo, lleva el cuchillo á la garganta del joven.

Pero en el momento en que su mazo iba á hacer correr el cuchillo sobre el cuello, un golpe se escucha, y el asesino cac de boca sobre el cuerpo del que iba á ser su víctima.

A ti también te irá tu parte 1—dice la voz fuerte y tranquila de un hombre que, como raído del cielo, se dirige con su brazo levantado hacia el último de los asesinos que, como se ha visto, ostaba oprimiendo los pies de Eduardo, porque, aun medio muerto, temía acercarse hasta sus manos.

El bandido se pone de pie, retrocede, y toma repentinamente la huída en dirección al río.

El hombre, enviado por la Providencia, al parecer, no lo persigue ni un solo paso; se vuelvo á