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curso de un minuto, la misma influencia que en el espacio de un año, sobre otros temperamentos.

Y mientras ella comienza á darse cuenta de cuanto acaba de pasar por su espíritu, pasemos nosotros al aposento de Eduardo.

Desnudado con gran trabajo, porque la sangre había pegado al cuerpo sus vestidos, Alcorta pudo, al fin, reconocer las heridas.

—No es nada—dijo después de sondar la que encontró sobre el costado izquierdo, la espada ha resbalado por las costillas, sin interesar el pecho.

—Tampoco es de gravedad—continuó después de inspeccionar la que tenía sobre el hombro derecho, —el arma era bastante filosa y no ha destrozado.

—Veamos el muslo—prosiguid.

Y á su primera mirada sobre la herida, de diez pulgadas de extensión, la expresión del disgusto se marcó sobre la fisonomía elocuente del doctor Alcorta. Por cinco minutos, á lo menos, examinó con la mayor prolijidad los músculos partidos en lo interior de la herida, que corría á lo largo del muslo.

— Es un hachazo horrible !—exelamó, pero ni un solo vaso ha sido interesado; hay gran destrozo solamente.

Y en seguida, lavó él mismo las heridas, é hizo en ellas la curación que se llama de primera intención, no haciendo uso del cerato simple, ni de las hilas, que había traído en su caja de instrumentos, sino simplemente de las vendas.

En este momento, sintióse detenerse caballos frente al portón, y la atención de todos, á excepción de Alcorta, que siguió imperturbable el vendaje que hacía sobre el hombro de Eduardo, quedé suspendida.