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A ese tiempo entraban en la sala, por el gabinete, Amalía y Pedro. La joven traía en sus manos una porción de vendes de género de hilo no usado todavía, que había cortado, según las indicaciones del veterano.

Le parecen á usted bien de este ancho, doctor?—preguntó Amalia.

—Sí, señora. Necesitaré una palangana con agua fría, y una esponja.

—Todo hay en el aposento.

—Nada más, señora—dijo, tomando las vendas de las manos de Amalia, cuyos ojos vieron en los de Eduardo la expresión del reconocimiento á sus oficiosos cuidados.

Inmediatamente, Alcorta y Daniel colocaron á Eduardo en una silla de brazos, y ellos y Pedro lo condujeros á la habitación que se le había destinado, mientras Amalia quedó de pie en la sala, sin atreverse á seguirlos.

Pálida, bella, oprimida por las sensaciones que habían invadido su espíritu esa noche, se echó en un sillón y empezó a separar con sus pequeñas manos los rizos de sus sienes, cual si quisiese de ese modo despejar su cabeza de la multitud de ideas que habían puesto en confusión su pensamiento.

Hospitalidad, peligros, sangre, abnegación, trabajo, compasión, admiración, todo esto había pasado por su espíritu en el espacio de una hora; y era demasiado para quien no había sentido en toda su vida impresiones tan imprevistas y violentas, y á quien la Naturaleza, sin embargo, había dado una sensibilidad exquisita y una imaginación poéticamente impresionable, en la cual las emociones y los acontecimientos de la vida podían ejercer, en el