me era antipática; no podía yo desechar el desagradable recuerdo de mi corta estancia en sus oficinas y de la grosería con que me había tratado.
Es verdad que ahora estaba muy amable conmigo, que me rodeaba con el brazo la cintura, que me daba afectuosos golpecitos en el hombro, que aseguraba ver con una profunda simpatía mi cambio de vida; pero a mí no se me ocultaba que me despreciaba como antes, que me consideraba una nulidad, y que sólo me toleraba por serle agradable a su hija.
Yo no podía ya reírme y decir lo que se me ocurría. Casi siempre estaba silencioso y temía a cada momento una grosería del señor Dolchikov. Mi conciencia de proletario se sublevaba contra mi conducta. Yo, un obrero, visitaba diariamente a aquella gente rica, con la que no tenía nada de común, que despreciaba a todos los habitantes de la ciudad y que era considerada por ellos extraña... Bebía en su casa vinos caros y comía bocados exquisitos... Me sentía avergonzado como si cometiese un crimen. Cuando me dirigía a casa de Dolchikov evitaba el encuentro con mis conocidos y bajaba los ojos al verlos; y cuando volvía a mi pobre posada, me abochornaba haber comido tanto y tan bien.
Pero lo que me preocupaba sobre todo era el temor de enamorarme. María Victorovna cada día me atraía más. Yendo por la calle, en el trabajo, en medio de mis charlas con mis compañeros, pensaba a cada instante en que por la noche iría