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bajo la lluvia, sentía una tristeza profunda, como un hombre perdido en el desierto y ya sin ninguna esperanza. Toda mi vida, la pretérita y la presente, me parecía nula, desprovista de todo interés. ¿Qué podía yo esperar del porvenir?

Sin darme cuenta de lo que hacía, tiré con todas mis fuerzas de la campanilla de la puerta del ingeniero Dolchikov, la arranqué y eché a correr a carrera tendida, calle arriba, como un chiquillo, empujado por el temor de que saliesen en seguida y me reconociesen.

A una gran distancia me detuve para tomar aliento. La calle permanecía silenciosa.

Sólo se oía el ruido de la lluvia y el de los golpes de un sereno sobre una plancha de hierro[1].

Durante una semana no visité a la familia Dolchikov.

Nos quedamos sin trabajo, sufrimos toda clase de privaciones. Vendí mi traje nuevo por cuatro cuartos y me comí el dinero. A veces encontraba un trabajo penoso para un día, que me producía de diez a veinte "kopecks". Cubierto de barro, temblando de frío, trabajaba como un forzado y encontraba en ello cierta satisfacción moral: me vengaba en mí mismo de las langostas, los quesos y otros buenos bocados que había saboreado en casa de Dolchikov.

Ni aun en medio de esta vida llena de miserias dejaba nunca de pensar en María Victo-


  1. En las pequeñas ciudades rusas, los serenos, para mostrar que están alerta, dan golpes, de cuando en cuando, sobre una plancha de hierro.