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Hubo unos instantes de silencio. La abracé, la atraje hacia mí y di un largo beso en sus labios. Al besarla, me hice sangre en la cara con el alfiler de su sombrero.
Momentos después nos pusimos a hablar como si nos amáramos hacía mucho tiempo.
A los dos días, María Victorovna me envió a Dubechnia.
La dicha me embriagaba.
Camino de la estación, y luego en el tren, me reía a lo mejor sin motivo alguno visible, y la gente me miraba asombrada, creyendo, sin duda, qué estaba un poco bebido.
La nieve seguía cayendo, aunque había empezado la primavera; pero no tardaba en derretirse, en convertirse en barro, de manera que los caminos no estaban blancos, sino negros.
Aunque había pensado arreglar la casita para mí y para Macha en el pequeño pabellón, frontero al ocupado por la señora Cheprakov, tuve que renunciar a tal proyecto; pues el pabellón estaba habitado hacía mucho tiempo por las palomas y los ánades, y para dejarlo en buen estado había que destruir gran número de nidos.
Teníamos, pues, que arreglar nuestra habitación en la casa central. Los campesinos la llamaban "castillo"; pero era un castillo nada bonito. Había en él más de veinte estancias casi vacías