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—Misail, ¿has oído?—preguntó, con voz alterada por el miedo, mi mujer.

Salió al comedor en camisa, el cabello en desorden, y aguzó el oído.

—¡Están asesinando a alguien!—dijo—. ¡Sólo nos faltaba eso!

Cogí la escopeta y salí.

Recorrí todo el patio y no encontré a nadie. Los árboles agitaban sus ramas, el viento silbaba cor furia, un perro ladraba en un patio vecino... En el campo reinaba la obscuridad. Ni siquiera en la vía férrea, que pasaba a muy corta distancia de casa, se veía una luz.

De pronto, junto al pabellón donde estaba el año anterior la oficina telegráfica, sonó un grito ahogado:

—¡Socorro!

—¿Quién vive?—grité.

Me acerqué corriendo al lugar donde el grito había sonado. Dos hombres se arrastraban por tierra, luchando furiosamente. Ambos jadeaban y parecían ahogarse de rabia.

—¡Déjame!—chilló uno de ellos.

Reconocí la voz de Iván Cheprakov. Era la misma voz fina, de mujer, que pedía antes socorro.

—¡Déjame, canalla, o te muerdo!

En el otro combatiente reconocí a Moisey, el criado de la señora Cheprakov.

Tras largos esfuerzos, conseguí separarlos. Ne pude contenerme y le di a Moisey dos bofetadas, derribándole. Cuando se levantó le di otra.