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—Bueno, ¿qué vas a hacer ahora?— -continuó mi padre-A tu edad, los jóvenes ocupan ya una buena posición social, y tú no eres más que un proletario, un miserable que no sabe ganarse honorablemente la vida y que vive como un parásito a expensas de su padre.

Luego se extendió en largas consideraciones sobre su tema favorito: la perdición de la juventud contemporánea a causa de su falta de religión, de su materialismo y de su arrogancia. Los jóvenes de mi época, al decir del autor de mis días, se entregaban de lleno a los placeres, a las ideas perversas y a los espectáculos teatrales de aficionados, que el gobierno debía prohibir, puesto que no servían más que para apartar a la gente moza de la religión y del deber.

—Mañana—terminó diciendo—iremos juntos a ver a tu jefe, a quien le pedirás perdón y le prometerás ser en adelante un empleado modelo. No puedes, en manera alguna, renunciar a tu posición social.

Yo no esperaba nada bueno del sesgo que tomaba la plática, pero contesté:

—¡Óigame usted, padre, se lo ruego! Eso que llama usted posición social no es sino el privilegio del capital y de la instrucción. Los que no tienen ni una ni otra cosa se ganan el pan con un trabajo físico, y no sé en virtud de qué razones no me lo he de ganar yo así.

—Si empiezas a hablar de trabajo físico, no podemos seguir hablando. ¿No comprendes, imbé-