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cil, cabeza hueca, que además de la fuerza bruta posees el espíritu de Dios, el fuego sagrado que te eleva infinitamente sobre un asno o un cerdo? Ese fuego sagrado ha sido conquistado en miles de años por los mejores hombres de la tierra. Tu bisabuelo el general Poloznev se distinguió en la batalla de Borodino; tu abuelo era poeta, orador y jefe de la nobleza del distrito; tu tío era pedagogo; yo, en fin, soy arquitecto. ¡Todos los Poloznev han guardado celosamente el fuego sagrado, y tú quieres apagarlo!

—Hay que ser justo: millones de hombres trabajan físicamente—objeté yo con timidez.

—¡Peor para ellos! Si trabajan físicamente es porque no saben hacer otra cosa. Su trabajo se halla al alcance de todos, incluso de los idiotas y los criminales. Es bueno para esclavos y bárbaros, mientras que sólo los elegidos pueden alimentar el fuego sagrado. Los elegidos son poco numerosos, y los esclavos y los bárbaros se cuentan por millones.

Era completamente inútil continuar la conversación. Mi padre se adoraba a sí mismo, y sólo concedía importancia a sus propias palabras. Lo que decían los demás no tenía valor alguno para él.

Por otra parte, yo sabía que el tono altivo can que hablaba del trabajo físico no obedecía tanto a su entusiasmo por el fuego sagrado como al temor que le inspiraba la opinión pública: si yo me hubiera convertido en un simple obrero, el escándalo en la ciudad habría sido enorme. Pero