Esto es un mal presagio... Presiento alguna desgracia... ¡Ah, Dios mío, Dios mío!
Nadie nos visitaba, aparte el cartero que traía a mi hermana las cartas de Vladimiro. Alguna vez entraba por la noche en nuestra habitación el hijo adoptivo de Karpovna, Prokofy. Estaba unos minutos y se marchaba sin haber pronunciar de una sola palabra. Pero luego le oía yo en la cocina decir a Karpovna:
—Cada hombre debe permanecer en la clase social donde ha nacido. Desgraciado de aquel que quiere rebasar los límites que le han sido designados al nacer.
Una vez, a fines de diciembre, cuando yo pasaba por delante de la carnicería, me invitó a entrar unos instantes. Sin tenderme la mano, me declaró que iba a hablarme de un asunto importante. Estaba amoratado del frío y del "vodka" que acababa de beber. Cerca de él estaba el dependiente Nikolka, con cara de bandido y con un cuchillo cubierto de sangre en las manos.
—Deseo exponer a usted una idea— dijo Prokofy en tono solemne—. Esta situación no puede prolongarse. Usted comprenderá que podemos tener disgustos. Naturalmente, mamá no se atreve a decírselo a usted; pero yo es preciso que se lo declare de una manera formal: su hermana, en el estado en que está, no puede continuar en nuestra casa. Es preciso que se marche. Tal como usted me ve, yo no puedo aprobar la conducta de su hermana.