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Página:Anton Chejov - Historia de mi vida - Los campesinos.djvu/164

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— ¡Qué bien ha desentrañado las cosas!—exclamaba casi siempre con entusiasmo, cuando en el momento crítico los personajes salían triunfantes de todas las dificultades.

Esta vez mi hermana le leyó sólo una página; su voz desfallecía. Nabó le cogió una mano y le dijo con voz emocionada:

—En el hombre justo, el alma es tan blanca y limpia como la tiza, y la del pecador es negra como el hollín de la chimenea. Es preciso vivir conforme a los santos libros, trabajando, y rechazar los vanos placeres de la vida. Aquel que vive engañando y sin trabajar será castigado por Dios Todopoderoso. ¡Desgraciados los ricos, los injustos, los usureros! Ellos no entrarán jamás en el reino de los cielos. Porque la herrumbre destruye el hierro...

—¡Y la mentira destruye el alma!—terminó, riendo, mi hermana, la frase favorita de Nabo.

Volví a leer la carta de Macha, y una sensación de dolor intenso invadió mi alma, como si yo presintiera algo fatal, inevitable y terriblemente triste.

En este instante entra en la cocina el soldado que nos llevaba siempre, dos veces por semana, de parte de un desconocido, pan blanco, te, azúcar y perdices olientes a perfumes finos. La persona caritativa que nos enviaba todo aquello sabía probablemente que yo no tenía trabajo y que vivíamos en una gran miseria.

Oí a mi hermana hablar con el soldado, riendo