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Siempre estaba temiendo que sus compañeros de trabajo le jugaran una mala pasada: meterle dinero en el bolsillo para después acusarlo de cohecho; además, él mismo podía equivocarse al hacer una copia, y esto producir fatales consecuencias.

Nunca había trabajado más su pobre imaginación. Inventaba mil dificultades y obstáculos contra su libertad y aun contra su vida. Y, por otra parte, ya había perdido todo interés por las cosas del mundo interior, incluso la lectura y los libros. Su memoria comenzó a traicionarlo: se le olvidaban las cosas más sencillas.

A principios de la primavera, pasado el deshielo, se encontraron en una barranca, junto al cementerio, dos cadáveres en vías de descomposición: una vieja y un niño. Al parecer, se trataba de un asesinato. En el pueblo no se hablaba más que del crimen misterioso y de los asesinos ocultos.

A fin de que no sospecharan de él, Gromov paseaba por las calles, sonreía, y procuraba tener aire de hombre de conciencia tranquila. Pero, en cuanto daba con algún conocido, palidecía, se sonrojaba después, y se ponía a decir que no hay crimen más abominable que asesinar a los débiles.

Pronto se sintió fatigado de estos esfuerzos, y entonces se le ocurrió que lo mejor sería esconderse en los sótanos de la casa. En efecto, se pasó un día entero en el sótano, después la noche entera, y, además, todo el día siguiente, y por la noche, temblando de frío, se escurrió como un solapado ladrón hasta su cuarto, y allí permaneció inmóvil, atento a los