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rumores más insignificantes. Por la mañana, muy temprano, entraron obreros en la casa. Gromov no ignoraba que venían a arreglar el horno de la cocina; pero el terror le hacia imaginar en ellos a los temidos agentes disfrazados.

Lentamente, de puntillas, se salió de la casa, y, presa de pánico, sin sombrero, en mangas de camisa, se echó a correr por la calle. Los perros le seguían ladrando; los transeúntes, asombrados, le gritaban; el viento silbaba en sus oídos. Y él seguía corriendo, corriendo, enloquecido, espantado. Le parecía que toda la violencia del mundo venía tras él dándole caza furiosamente.

No sin trabajo lograron apoderarse de él y volverle por fuerza a casa. El médico, llamado al efecto, le prescribió un calmante, movió tristemente la cabeza y se marchó, tras de haber declarado al ama que no volvería, porque no hay medio de evitar que los hombres se vuelvan locos.

Como Gromov no tenía recursos bastantes para ser atendido a domicilio, lo llevaron al hospital municipal y lo instalaron en la sala de los enfermos venéreos. Pero no dormía por la noche, y era tan excitable y caprichoso, que molestaba mucho a los enfermos. El doctor Andrés Efimich ordenó entonces que lo trasladaran a la sala núm. 6.

Un año después, ya nadie se acuerda de Ivan Dimitrievich; sus libros, arrumbados en el desván por el ama, son ahora juguetes de los muchachos.