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honradez; pero carece de la voluntad que hace falta para obligar a los que le rodean a vivir de un modo inteligente y honrado. No sabe mandar, ordenar, prohibir, insistir. Se diría que ha hecho voto de no alzar nunca la voz, de no emplear jamás el imperativo. Le cuesta mucho trabajo resolverse a decir: «Dénme eso, tráiganme aquello.» Cuando tiene apetito, se dirige tímidamente a su cocinera y le dice:

—Si fuera posible, me gustaría comer un poco.

Sabe muy bien que el administrador del hospital es un ladrón y que merecía que lo hubieran echado a la calle hace mucho tiempo; pero no se siente capaz de hacerlo, le es de todo punto imposible. Cuando lo engañan y le presentan a firma, por ejemplo, una factura tramposa, se sonroja hasta los cabellos, como si él fuera el autor del fraude; pero, con todo, firma. Cuando los enfermos se quejan de hambre o de los malos tratos que reciben del personal, se pone mortificadísimo y balbucea muy confuso:

—Bueno, bueno, yo lo arreglaré... Creo que habrá sido un error.

Al principio, el doctor trabajaba con mucho celo; todos los días recibía a los enfermos desde por la mañana hasta la hora de comer, operaba y asistía a los partos. Así adquirió pronto en el pueblo reputación de buen médico. Las señoras decían que era muy atento y excelente para el diagnóstico, sobre todo en efermedades de señoritas y niños.

Pero, poco a poco, empezó a cansarse de la monotonía y evidente inutilidad de todo esto. Hoy son treinta enfermos, mañana serán treinta y cinco, y