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¡Qué Dios os ayude, amigos míos, amigos desconocidos del porvenir remoto!
Gromov se levantó de la cama, con los ojos encendidos, alargó los brazos hacia la ventana y exclamó con voz conmovida:
—¡A través de estas malditas rejas, yo os bendigo! Me regocijo con vosotros y por vosotros. ¡Viva la verdad!
—No veo que haya mucha razón para alegrarse—dijo el doctor, a quien aquel ademán de Gromov, aunque algo teatral, no le resultó desagradable—. En ese porvenir que tanto le entusiasma a usted, no habrá manicomios ni prisiones, ni rejas ni cadenas; en suma, como usted dice, triunfará la verdad. Pero... las leyes de la naturaleza seguirán su camino invariable, y las cosas no cambiarán en el fondo. Los hombres padecerán enfermedades, se envejecerán y pararán, lo mismo que hoy, en la muerte. La aurora que alumbra la vida podrá ser muy hermosa, pero eso no impedirá que se meta a los hombres en la caja, y la caja se meta en la fosa.
—¿Y la inmortalidad?
—¡Tontería!
—¿No cree usted en la inmortalidad? Yo sí. Dostoyevski o Voltaire, no me acuerdo bien cuál de los dos, ha dicho que si no existiera Dios habría que inventarlo. Si la inmortalidad no existe, estoy seguro de que, tarde o temprano, el genio del hombre acabará por inventarla.
—¡Muy bien dicho!—aprobó el doctor con tina sonrisa de satisfacción—. Hace usted bien en creer. Con