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Aun cuando lo enviaran a usted a Siberia, ¿acaso sería peor que quedarse en esta casa de locos? Creo que no, verdaderamente. Entonces, ¿qué puede usted temer?

Estas palabras produjeron un efecto visible. Gromov, tranquilizado, se sentó en la cama.

Eran las cuatro y media de la tarde, la hora en que la cocinera solía preguntarle al doctor si no era ya tiempo de la cerveza. Afuera, el día estaba claro y hermoso.

—He salido a pasear un poco después de la comida—dijo el doctor—, y quiero verlo a usted. Estamos en plena primavera.

—¿En qué mes? ¿Marzo?—preguntó Gromov.

—Sí, a fines de marzo.

—Las calles estarán llenas de fango, ¿verdad?

—No mucho. Algunas están secas.

—¡Ay qué hermoso poder dar un paseito en coche por la ciudad, y volver después al gabinetito muy bien instalado!... Consultar a un buen médico para el mal de cabeza... Hace mucho que no hago vida de hombre civilizado. ¡Aquí todo es sucio, desagradable, repugnante!

Tras la excitación de la víspera, parecía cansado, y hacía esfuerzos para hablar. Le temblaban las manos, y por la expresión de su cara se comprendía que tenía jaqueca.

—Entre un gabinete bien instalado y esta sala—dijo el doctor—, no hay ninguna diferencia. El hombre extrae de sí mismo su felicidad y su tranquilidad, y no de las cosas exteriores.