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—¿Cómo dice usted?

—Quiero decir que un hombre ordinario ve el bien y el mal como cosa externa, en un buen gabinete o en un coche confortable; mientras que el hombre dotado de pensamiento los busca dentro de sí mismo.

—Vaya usted con esas filosofías a Grecia, donde el tiempo siempre es encantador y el aire está embalsamado con el perfume de las flores. Aquí el clima no se presta a esa propaganda. Creo que fué con usted con quien hablaba yo de Diógenes, ¿no es verdad?

—Sí, ayer, conmigo.

—Pues mire usted: Diógenes no necesitaba un buen gabinete ni habitaciones bien calentadas, porque en Grecia hace bastante calor. Allá puede uno aguantar días y noches en un tonel, sin comer más que naranjas y aceitunas. Pero si su Diógenes hubiera vivido en Rusia, tenga usted por seguro que se habría metido en casita, no sólo en diciembre, sino hasta en mayo. De lo contrario, el pobre filósofo se hubiera helado con toda su filosofía.

—No lo creo así. Se puede no sentir el frío, como cualquier otro sentimiento desagradable. Marco Aurelio ha dicho: «El dolor no es más que un pensamiento muy vivo del dolor. Basta hacer un esfuerzo para transformar ese pensamiento, no hacerle caso, no gemir ni quejarse, y el dolor desaparecerá.» Es muy justo. El sabio, o cualquiera que piense un poco, desprecia el sufrimiento; siempre está contento, y nada logra impresionarle.