—Hay que calcular siempre—decía—. Al dinero le gusta ser contado y recontado.
Mi hermana, fiándose por estas máximas triviales y enojosas, procuraba economizar cuanto le era dable, y en casa se comía muy mal.
Puso sobre la mesa el plato con la cena, se sentó en mi cama y empezó a llorar.
—¡Misail!—dijo—, ¿qué has hecho?
Se pintaba en su rostro gran desconsuelo. Le caían las lágrimas sobre el pecho y en las manos. Apoyó la cabeza en la almohada y prorrumpió en sollozos, presa de un gran temblor.
—¿Has abandonado de nuevo tu empleo?—prosiguió—. ¡Es terrible!
Sus lágrimas me desesperaban, y yo no sabía qué hacer para consolarla.
El quinqué, en el que se había acabado el petróleo, estaba a punto de apagarse. Sombras fantásticas llenaban mi pobre habitación.
—¡Ten piedad de nosotros!—me rogó mi hermana, levantándose—. ¡Papá sufre tanto por tu culpa! ¡Y yo estoy enferma, no puedo más, me vuelvo loca
Tendiéndome las manos, me imploró:
—¡Vuelve a la oficina! ¡Hazlo en memoria de nuestra pobre madre!
—No puedo, Cleopatra—contesté, sintiendo que mis energías flaqueaban, y casi a punto de ceder—. ¡No puedo!
—Pero ¿por qué? Si no quieres volver a la misma oficina, a causa de tu disgusto con el jefe,