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Cerró la noche por completo y no tardó la calle en quedarse desierta.

En casa del ingeniero Dolchikov cesaron de tocar el piano. La puerta cochera se abrió poco después, y un coche arrastrado por tres magníficos caballos salió, con un alegre ruido de cascabeles: el ingeniero y su hija se dirigían a las afueras de la ciudad a dar un paseo nocturno.

Era hora de acostarse.

Yo tenía en la casa una habitación; pero habitaba en un cuartito que había en el patio, en un cobertizo de ladrillos. Aquel cuartito había sido construído no se sabe para qué; probablemente para guardar los trastos viejos. Hacía treinta años que mi padre depositaba allí la colección de su periódico, cuyos números hacía empaquetar cada seis meses y guardaba celosamente, como algo precioso.

Yo le había tomado cariño a aquel cuartito abandonado: en él vivía sin que nadie me molestase, y veía lo menos posible a mi padre y a sus visitas. Además, se me antojaba que no habitando en la misma casa, y no yendo todos los días a comer, mi padre no podría echarme tanto en cara el vivir a su costa.

Mi hermana me atendía en mi apartamiento. A hurto de mi padre me llevó la cena: un trocito de vaca fiambre y un pedazo de pan. En casa se gastaba poco; mi padre siempre estaba hablando de la necesidad de limitar los gastos todo lo posible.