ocupado en dibujar planos, y yo disponía de mi tiempo: podía leer, pasearme, charlar con los amigos. No, decididamente, no puedo quejarme.
— ¡Es natural! Tu oficial dibujaba planos y tú te fastidiabas a quince mil kilómetros de tu aldea, desperdiciando tus mejores años de la manera más estúpida. Desperdiciabas tu vida, ¿comprendes?
Y el hombre sólo tiene una vida. La vida no se repite.
— ¡Es verdad, Pavel Ivanich!— dice, Gusev, que no comprende sino de una manera muy vaga el razonamiento de su vecino—. Pero si uno cumple su deber a conciencia, como hacía yo, no tiene nada que temer. Los jefes son gentes instruídas y están al tanto de las cosas. A mí nunca me han castigado. Y no me han pegado casi nunca. Que yo recuerde, una vez nada más. Mi oficial me dio una porción de puñetazos.
— ¿Por qué?
— Porque yo les pegué a unos chinos. Soy muy reñidor, Pavel Ivanich. Un día cuatro chinos entraron en el patio de casa. Creo qué venían a buscar trabajo. Pues bien, para pasar el rato, me puse a pegarles. A uno de ellos le abofoteé hasta hacerle sangre... Ni yo mismo sé por qué lo hice. Mi oficial, que lo vio por una ventana, me dio una buena lección.
— ¡Dios mío, qué estúpido eres! ¡Me das lástima!—dice con voz débil Pavel Ivanich! —¡Nada comprendes!
Con el ímpetu del oleaje, ha ido aumentando la debilidad de Pavel Ivanich. Su cabeza, inerte, tan