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pronto se inclina hacia atrás, como cae sobre su pecho. Tose cada vez con más fuerza.

Tras una corta pausa, pregunta:

— ¿Y qué te habían hecho los chinos? ¿Por qué les pegaste?

—No sé... Estaba muy aburrido.

El silencio reina de nuevo. Los dos soldados y el marinero juegan durante dos horas a las cartas, jurando e insultándose; pero, al fin, fatigados, tiran los naipes y se acuestan. Gusev cierra los ojos, y, evocados por su imaginación, ve otra vez su aldea y el trineo, con su hermano y sus hijos. La niña, orgullosa de sus botas nuevas, saca los pies fuera del trineo, para que las vea todo el mundo.

— ¡Qué tonta es!—piensa Gusev—. Y, sin embargo, tiene ya seis años. Más valía que me diera agua...

Luego ve a su amigo Andron en el camino cubierto de nieve. Lleva un fusil al hombro y una liebre muerta en la mano. Luego ve a Domna, su mujer, que está remendando una camisa y llorando desconsolada.

Se duerme, pero un ruido que viene de arriba, del puente, le despierta. ¿Qué ocurre? Una desgracia, acaso. Gusev aguza el oído, pero el ruido cesa. Muy cerca de él, los dos soldados y el marinero juegan de nuevo a las cartas. Pavel Ivanich sigue sentado, y sus labios se mueven, como si quisiera decir algo; pero no puede hablar.

Hace calor. Falta aire en la cámara baja y estrecha. Gusev tiene sed, pero el agua tibia le da