Luego se duerme. Se le antoja que el sueño lo invade todo en torno suyo.
Las horas transcurren, el tiempo se desliza rápido. El día pasa de un modo casi inadvertido, y, poca apoco, las tinieblas descienden sobre el mar.
El barco reanuda su marcha.
Pasan dos días más. Pavel Ivanich, en vez de estar sentado, permanece tendido siempre. Tiene cerrados los ojos, y más afilada, aún, la nariz.
—Pavel Ivanich— le llama Gusev.
El otro abre los ojos y mueve ligeramente los labios.
—¿No está usted bien?—pregunta Gusev.
—Esto no es nada—responde Pavel Ivanich, con voz débil—. Al contrarío, me siento mejor... Hasta puedo estar acostado.
—No sabe usted lo que me alegro.
— Sí. Estoy en mejor situación que vosotros. Porque, mira, mis pulmones están muy fuertes... No importa que tosa, proviene del estómago. Puedo soportar el infierno, no ya el Mar Rojo... Además, sé analizar cuanto pasa en mí y darme cuenta exacta de ello, mientras que vosotros no comprendéis nada... Os compadezco de todo corazón.
Las olas no sacuden ya el barco, pero el aire es pesado y cálido como en un baño de vapor. Es difícil