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Oyense pasos, voces. Al cabo de cinco minutos, el silencio reina de nuevo.

—¡Que la tierra le sea leve!—dice el soldado del brazo herido—. Era un hombre inquietante.

—¿Quién?—pregunta Gusev, que no comprende nada—. ¿De quién hablas?

—¡Toma, de Pavel Ivanich! Acaba de morir. Se lo llevan arriba.

—¡Todo se acabó, entonces!—balbucea Gusev—. ¡Que Dios le perdone!

—¿Qué te parece?—pregunta el soldado del brazo herido—. ¿Le admitirán en el paraíso?

—¿A quién?

—A Pavel Ivanich.

—Creo que sí; ha sufrido mucho. Además, era del clero... Su padre era sacerdote y rogará a Dios por su hijo.

El soldado se sienta en la cama de Gusev, y dice en voz baja:

—Tú tampoco, Gusev, has de vivir mucho. No volverás a ver tu tierra.

—¿Lo ha dicho el doctor, el enfermero?

—No, pero se ve. Se conoce muy bien cuando un hombre está para morirse. Tú no comes, enflaqueces por momentos... das miedo. En fin, es la tisis. No lo digo para asustarte, sino por tu propio interés. ¿Querrás, quizá, recibir los Sacramentos? Además, si tienes dinero, habrás de confiárselo al primer oficial del barco...

—No he escrito a casa—suspira Gusev—. Me moriré, y ni siquiera lo sabrán.