—Si—responde Gusev con suavidad—. Es el reglamento.
—Es mejor morir en tierra... La madre, de vez en cuando, viene a llorar sobre la tumba; mientras que aquí...
—Sí; yo también preferiría morir en mi casa, en la aldea...
Huele a forraje y a estiércol; en una especie de corraliza hay hasta ocho bueyes. Un poco más lejos hay un caballito. Gusev tiende la mano para acariciarlo, y el caballo sacude furiosamente la cabeza y le enseña los dientes, con la manifiesta intención da clavárselos en el brazo.
—¡Mala bestia!—protesta Gusev. El soldado y él se detienen junto a la balaustrada y miran en silencio, ora al mar, ora al cielo. Bajo la bóveda celeste, toda en calma y muda, reinan la inquietud y las tinieblas. Las olas se entrechocan ruidosas. Cada una trata de elevarse más arriba que las demás, y se atropellan, se empujan, furiosas y deformes, coronadas de blanca espuma.
El mar es despiadado. Si el barco no fuera tan grande y tan sólido, las olas le destrozarían sin misericordia, tragándose cruelmente a cuantos van en él, sin distinguir a los buenos de los malos. El barco mismo parece no menos cruel, no menos insensible. Semejante a una enorme bestia, corta con la quilla millones de olas; no teme ni a la noche, ni al viento, ni al espacio infinito, ni a la soledad; si la superficie del mar se hallase poblada de hombres, los partiría