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de igual modo, sin distinguir tampoco a los buenos de los malos.

—¿Dónde estamos ahora?—pregunta Gusev.

—No sé. Me parece que en el Océano.

—No se ve tierra.

—¡Ya lo creo! ¡Antes de ocho días no se verá!

Ambos siguen mirando la espuma blanca y fosforescente. Durante unos instantes miran en silencio. Cada uno está sumido en sus pensamientos. Gusev es el primero que habla.

—Yo no le tengo miedo al mar—dice—. Naturalmente, por la noche no se ve bien; pues, así y todo, si ahora me dijesen que me fuera en un bote a pescar con red, a cien kilómetros de aquí, me iría. O si, por ejemplo, hubiera que salvar a alguno que se hubiera caído al agua, yo me tiraría sin vacilar. Claro es que tratándose de un buen cristiano; por un alemán o por un chino, yo no arriesgaría la vida.

—¿Le tienes miedo a la muerte?

—Sí. Sobre todo cuando pienso en mi casa. Sin mi, todo se lo llevará el diablo. Mi hermano es una calamidad, un borracho que le pega a su mujer y no les tiene respeto a sus padres. Sí; sin mí todo irá mal. Mi familia se verá, tal vez, obligada a pedir limosna para no perecer de hambre.

Calla un instante, y dice:

—Vamos abajo; no puedo ya tenerme en pie. Además, el aire es muy pesado... Es hora de acostarse.