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—Nadia— dice—, voy a escribir. Que nadie me moleste. Es imposible escribir cuando los niños lloran o ronca la criada. Además necesito té y un bisté o cualquier otra cosa; pero, sobre todo, té; ya sabes que sin té no puedo escribir. Es lo único que me estimula, que me entona.

De nuevo en su gabinete, se quita la americana, el chaleco y las botas con extremada lentitud. Luego con expresión de inocencia ultrajada, se sienta ante su mesa de trabajo. Cuanto hay sobre ella, hasta la más insignificante bagatela está dispuesto, con arreglo a un plan preconcebido, en el mayor orden. Se ven allí pequeños bustos y retratos de escritores insignes, un montón de borradores, un volumen abierto, de Tolstoi, un hueso humano que sirve de cenicero, un periódico colocado de modo que se vea la inscripción que Krasnujin ha hecho en él con lápiz azul, y que consiste en dos palabras: «|Qué vileza!»

Hay también diez lápices muy bien afilados y porta-plumas con plumas nuevas, destinadas a reemplazar las viejas, de manera que Krasnujin pueda trabajar sin la menor interrupción, lo que es muy importante cuando se está inspirado y se crea algo grande.

Krasnujin se reclina en su sillón, cierra los ojos y comienza a buscar un tema. Oye a su mujer preparar el té. Probablemente, no está todavía despierta del todo, pues a cada instante deja caer algo, a juzgar por el ruido. Luego, suena en el samovar el agua que comienza a hervir. Se oye también chirrear la carne sobre el fuego.