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De pronto, Krasnujin se estremece, abre los ojos y empieza a olfatear.

—¡Pero qué olor!—gime, haciendo gestos dolorosos—. ¡Me voy a poner malo! Esta mujer insoportable quiere perderme! ¡Dios mío, no es posible trabajar en estas condiciones!

Corre a la cocina y prorrumpe en un lamento trágico.

Sentado de nuevo ante su mesa, poco tiempo después le lleva su mujer el té. Parece estar sumida en reflexiones profundísimas; no se mueve, y se oprime la frente con la mano. Finge no darse cuenta de la presencia de su mujer, absorto en sus graves pensamientos.

Antes de escribir el epígrafe de su artículo se aprieta las sienes con los dedos y pone la cara de quien tiene dolor de muelas. Al fin, moja la pluma en el tintero, y, con un ademán decidido, resuelto, como si firmase una sentencia de muerte, escribe el título.

—¡Mamá, agua!—oye gritar a su hijo.

—¡Calla, calla!—contesta, con voz sofocada, la madre—. Papá está escribiendo.

Papá está escribiendo muy de prisa, sin detenerse. Los bustos y los retratos de escritores insignes miran correr su pluma sobre el papel, y parecen decir:

—¡Dios mío, qué de prisa escribes! Nosotros no pudimos nunca escribir de ese modo.

Krasnujin escribe sin tregua. Un silencio profundo, imponente, reina en torno suyo. No se, oye sino