cuyos autores, en su mayor parte señoras, le recomendaban calurosamente a Polsujin.
En fin, una mañana se presentó el propio Polsujin, un joven gordito, afeitado como un jockey, y vestido con un traje flamante y muy chic.
Habiéndole oído exponer su petición, el director, con tono seco, le respondió:
—Perdóneme usted; mas, para los asuntos concernientes a mi cargo, no recibo en casa, sino en mi oficina.
—Dispense usted: nuestros amigos comunes me han aconsejado que venga a verle precisamente aquí.
—Si, sí...—dijo el director, mirando con odio las botas elegantes del joven—. Según tengo entendido, su padre de usted es bastante rico, y no acierto a explicarme por qué tiene usted tal empeño en ocupar una plaza tan mal pagada.
—No es por el dinero... No lo necesito; pero no está de más un empleo del Estado, y como principio de carrera, no es despreciable.
—Tal vez. Pero estoy casi seguro de que antes de un mes dejará usted esa plaza, y hay candidatos para quienes sería la felicidad de toda la vida.
—No, no la dejaré, excelencia. Espero que usted estará contento de mí.
El director le detestaba más a cada momento.
—Diga usted: ¿por qué no se ha dirigido directamente a mí, y ha preferido recurrir a la intervención de las señoras?
—Yo no pensaba que eso pudiera no ser grato a