—¡Qué mujer! ¡Qué mujer!—lamentábase Kistunov, bebiendo a cada instante agua para calmarse un poco—. ¡Esto es anormal, inaudito! Nos va a poner a todos malos.
Media hora después sonó el timbre. Alexey Nicolayevich entró en el gabinete.
—¿Qué?... ¿Sigue aún ahí?— preguntó con voz desfallecida.
—Si, Pedro Alexandrich. No hay manera de que se haga cargo de nada. No podemos más.
—Escuche usted... No puedo oír su voz, ¿comprende usted? Me pongo malo.
—No se puede hacer más que avisar al conserje... La echará a la calle.
—¡No, no!— protestó Kistunov—. Empezaría a gritar, a armar escándalo... Prefiero que la hagan ustedes entrar en razón.
—Bueno.
Alexey Nicolayevich salió, y momentos después se oían de nuevo su voz, fuerte y llena, y la quejumbrosa de la señora Chukin.
Un cuarto de hora más tarde fué nuevamente reemplazado por el jefe de contabilidad.
—¡Qué mujer! ¡Qué mujer!—gemía Kistunov estrujándose nerviosamente los dedos—. ¡Una verdadera idiota! Tengo jaqueca.
En el salón vecino Alexey Nicolayevich, perdidas por completo fuerzas y paciencia, exclamó, colérico, dirigiéndose a la señora Chukin:
—¡Esto es insoportable! ¿Se puede concebir mayor estupidez?—y dio un puñetazo en la mesa.