pleado público, mi padre era capitán, y no puedo consentir que me insulten!
—¡Bueno, señora!—gimió Kistunov—. Luego veré... Ahora no me es posible... ¡Déjenos usted, márchese!
—Pero necesito dinero hoy mismo. No puedo esperar.
Kistunov se pasó por la frente la mano temblorosa, lanzó un suspiro, y dijo con voz moribunda:
—Señora, se lo he explicado a usted. Esto es un banco, una empresa comercial privada, y, por lo tanto, no podemos serle a usted útiles. Sólo consigue usted impedirnos trabajar.
La señora Chukin le escuchó y dijo:
—Si, lo comprendo; pero he estado ya en todas partes. Sólo usted puede arreglar mi asunto. Si el certificado del médico no basta, puedo enseñarle a usted el certificado de la policía...
Una nube de sangre oscureció la vista de Kistunov, que se dejó caer, medio muerto, en una silla.
—¡Cuánto ha de cobrar usted?
—Veinticuatro rublos con 36 copecks.
Kistunov sacó su cartera, extrajo de ella un billete de 25 rublos y se lo dio a la señora Chukin.
—¡Tome usted, y... márchese!
Ella tomó el dinero, lo envolvió en una punta de su pañuelo, y sonriendo con dulzura, casi con coquetería, preguntó:
—Excelencia, ¿no será posible que vuelva mi marido al servicio?
—¡Por todos los santos, déjeme usted!... ¡No puedo más, estoy enfermo!