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algo la pobre mujer, el papá de Gricha apartó con violencia su plato, y dijo a mamá:

—¡Es en tí una verdadera manía el afán de casar a la gente! Más valía que la dejases arreglárselas ella sola.

Después del almuerzo, la cocina se llenó de cocineras y criadas de la vecindad. Hasta muy entrada la noche se oyeron allí murmullos misteriosos; las domésticas de todo el barrio estaban ya enteradas, no se sabe cómo, de que la cocinera quería casarse.

Habiéndose despertado a cosa de las doce, Gricha oyó a la vieja nodriza y a la cocinera hablar en voz baja del otro lado del tabique. La cocinera, tan pronto lloraba como prorrumpía en risitas, mientras la vieja Stepanovna hablaba con un tono grave y convincente. Cuando Gricha se durmió de nuevo, vió en su sueño a un monstruo de roja nariz y luenga barba llevarse a la pobre cocinera por la chimenea.

Al día siguiente, todo había recobrado su calma; la vida de la cocina seguía su curso, como si el cochero no existiese ya. Unicamente, a veces, la vieja nodriza se ponía el chal nuevo, y, con expresión grave y solemne, se marchaba por una o dos horas, probablemente a conferenciar. La cocinera no volvió a verse con el cochero, y cuando le hablaban de él se ponía como un tomate, y exclamaba:

—¡Que el diablo se lo lleve! ¡No quiero ni que me lo nombren!

Una tarde, la madre de Gricha entró en la cocina, y le dijo a la cocinera: