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siempre. ¡Ja, ja, ja! Bueno, ¿se ha terminado el proceso verbal? ¿Lo han firmado todos? ¡Entonces, mirad! A la una, a las dos y a las tres...
El enmascarado se levanta, se yergue en toda su estatura y se quita el antifaz. Luego se echa a reír y, satisfecho del efecto producido en la concurrencia, se deja caer en el sillón, lleno de regocijo.
El efecto, verdaderamente, había sido formidables los intelectuales se miraban unos a otros, confusos y pálidos. Estrat Spiridonich tenía una expresión lamentable y estúpida. Todos habían reconocido en el enmascarado al multimillonario local, el célebre fabricante Piatigorov, famoso por sus buenas obras, sus escándalos y sus extravagancias.
Un silencio violento reinó. Nadie se atrevía a decir nada.
—Bueno, ¿qué?—exclamó Piatigorov—. ¿Quieren ustedes ahora irse, si o no?
Los intelectuales, sin decir esta boca es mía, salieron de puntillas de la biblioteca. Piatigorov se levantó, y, groseramente, cerró la puerta tras ellos.
—¡Tú ya sabías que era Piatigorov!—le decía momentos después, con dureza, al criado, sacudiéndole por los hombros Estrat Spiridonich—. ¿Por qué no me has dicho nada?
—El señor Piatigorov me había prohibido decirle.
—Va verás, canalla, yo te enseñaré a guardar secretos. Y ustedes, señores intelectuales, ¿no se avergüenzan? ¡Por una tontería ponerse a protestar: a alborotar! Era, no obstante, tan sencillo marcharse