ya en Moscú, ni siquiera en la capital de provincia más próxima; era ignorantísima, no sabia ni el Padrenuestro.
La otra nuera, Fekla, que las oía desde lejos, era también muy ignorante. Ninguna de las dos quería a su marido. Ella le temía al suyo, y cuando estaba junto a él temblaba de miedo y la ponía mala el olor a aguardiente y tabaco.
—Tú también te fastidias junto a tu marido, ¿verdad?—le preguntó a Fekla.
Fekla contestó:
—No hablemos de eso.
Callaron. Hacía frío. El gallo cantaba en el patio y no las dejaba dormir. Cuando la luz azulada del amanecer empegó a entrar por las rendijas, Fekla se levantó, sin ruido, y salió. Las pisadas de sus pies desnudos se alejaron veloces.
Olga se fué a la iglesia, acompañada de María. Caminaban alegres por la senda que conducía al prado. Olga respiraba con delicia el aire campesino, y María adivinaba en su cuñada un alma propincua, familiar. Un buitre volaba sobre el prado casi a ras de tierra.
El río aun yacía en la sombra, la niebla envolvía gran parte del paisaje; pero el sol naciente iluminaba lo alto de la montaña, y la iglesia brillaba.