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—El viejo no es malo—contaba María—; pero la vieja tiene un genio endiablado y siempre está gruñendo. Cuando se acaba el pan y compramos harina en el mesón, dice que comemos demasiado.

—¿Qué se le va a hacer, hija? Hay que tener paciencia. Nuestro Señor dijo: "Venid a mí cuantos sufrís"...

Olga hablaba con lentitud, arrastrando las palabras, y andaba con el paso vivo de las devotas. Leía todos los días el Evangelio en alta voz, y, aunque casi no las comprendía, las palabras santas conmovíanla hasta hacerla llorar. Había vocablos, como, por ejemplo, Virgen santísima, que pronunciaba con el corazón dulcemente oprimido. Creía en Dios, en su Santa Madre, en todos los santos; creía que no se debía ofender a nadie en el mundo, ni a las gentes sencillas ni a los alemanes ni a los bohemios ni a los judíos, y que era pecado incluso maltratar a las bestias; creía que así estaba escrito en los libros sagrados, y por eso, cuando pronunciaba las palabras de las Escrituras, aunque casi no las comprendía, se pintaba en su rostro una dulce emoción.

—¿De dónde eres?—preguntó María.

—Soy de Wladimir. No me llevaron a Moscú hasta los ocho años.

Se acercaron al río. En la ribera opuesta una mujer se desnudaba junto al agua.

—Es Fekla—dijo María—. Ha ido a ver a los trabajadores de la finca de la otra orilla. ¡Es terrible!