—Yo sí los veo. Son pequeñitos y vuelan por el cielo, moviendo las alas chiquitinas, como los mosquitos.
Motka se quedó meditabunda unos instantes, y preguntó:
—¿La vieja irá al infierno?
—Irá, paloma.
La piedra estaba en lo alto de una cuesta cubierta de una hierba tan verde y tan suave, quedaban granas de tomarla y de tenderse sobre ella. Sacha se tendió y rodó hasta abajo. Motka imitó a su prima y rodó también hasta abajo, muy seria. En el raudo descenso se le subió la camisa casi a la cabeza.
—¡Bravo, bravo!—gritó Sacha, encantada.
Tornaron a subirse a la piedra para rodar de nuevo; pero en aquel momento oyeron la voz estridente que tanto conocían. ¡Qué horror!... La vieja, desdentada, huesuda, encorvada, la rala cabellera al viento, echaba de la huerta a las ocas, armada de un palo, y gritaba:
—¡Han puesto las coles hechas una lástima las sinvergüenzas! ¡Mal rayo las parta!
Al ver a las niñas tiró el palo, cogió una rama seca, y asiendo a Sacha por el cuello con sus dedos sarmentosos, duros, empezó a pegarle con ella. Sacha lloraba de dolor y de espanto... El macho de las ocas, andando torpemente y alargando el pescuezo, se acercó a la vieja y la increpó con energía, en su áspero idioma. Luego volvió junto a sus blancas compañeras, que le hicieron objeto de una