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del techo... y ¿para qué seguir contando?... ¡Gracias a que hemos podido escapar!... El viejo no ha tenido tiempo ni de salvar su gorra. ¡Qué desgracia!

Seguían sonando los golpes en la plancha de hierro y las campanadas de la iglesia. Olga, envuelta en el rojo resplandor de las llamas, miraba, con horror, volar a las palomas por en medio del humo y temblar a los corderillos. Antojábasele que los sonidos del campaneo y del golpear en la plancha horadaban su alma a manera de agujas, que el fuego no iba a acabarse nunca, que Sacha se había perdido... Y cuando el techo de la casa se vino abajo con estrépito, pensó que iba a arder la aldea entera, y, sin ánimos ya para seguir llevando agua, se sentó a la orilla del río, junto a los dos cántaros... Las demás mujeres empezaron a llorar a gritos, como si se hubiera muerto alguien.

Mientras tanto, por el lado opuesto de la aldea llegaban dos carros con obreros y una nueva bomba. Precedíales, a caballo, un joven estudiante, con la cazadora blanca desabrochada. Empezaron todos al punto a trabajar. Cuatro obreros y el estudiante, que, con la faz enrojecida, lanzaba penetrantes e imperiosas voces de mando, como si fuera para él la extinción de un incendio una cosa muy fácil, subieron a la vez, hacha en mano, por una escala de que venían provistos. Y los campesinos asistieron a una concienzuda labor de derribo: fueron derribados el establo, la cerca...