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— ¡No dejéis derribar!—gritó alguien—. ¡No dejéis derribar!

Kiriak se dirigió a la casa con aire decidido, como para impedir que se siguiese derribando; pero uno de los obreros le hizo girar sobre los talones y le dio un puñetazo. Oyéronse risas. El obrero le dio otro puñetazo a Kiriak, que perdió el equilibrio y se volvió, a gatas, a su sitio.

Dos bellas muchachas con sombrero, al parecer hermanas del estudiante, llegaron momentos después. Detuvieronse a cierta distancia de la casa incendiada. El estudiante dirigía la manga de la bomba hacia un montón de vigas no apagadas del todo aún.

—¡Georges!—le gritaron las dos muchachas, en tono de reproche—. ¡Georges!

El incendio había sido extinguido. Hasta aquel momento nadie se dio cuenta de que era ya de día ni de que las caras de todos parecían de enfermos, como sucede siempre al amanecer, cuando se apaga el brillo de las últimas estrellas. Camino de sus casas, los campesinos se reían, acordándose del cocinero del general Jukov y de su gorra quemada. Sentíanse inclinados a tomar a broma el incendio, y hasta se diría que, en su fuero interno, se dolían dé que se hubiera acabado tan pronto.

—¡Bien ha trabajado usted, señor!—le dijo Olga al estudiante—. Debía usted ir a Moscú: allí casi todos los días tenemos incendios.